Cómodo, el fin de un Imperio

Publicado el 19 de abril de 2024, 0:16

El único reproche que la historia puede hacer a Marco Aurelio, al que cronistas e historiadores veneran como un emperador digno, sensato y de demostrada grandeza moral, es haber dejado el destino de su imperio en manos de un muchacho de tan solo 19 años: su hijo Cómodo. Un joven ambicioso al que la historia ha juzgado de incapaz y falto de carácter, además de responsable del declive de una de las mejores dinastías que gobernó Roma: la de los antoninos. Durante casi cien años de gobierno, el principado antonino había llevado estabilidad y prospe­ridad al Imperio gracias a la labor de cinco emperadores que accedieron al trono por elección, y no por consanguinidad. Ninguno de ellos tuvo descendencia, por lo que fueron escogiendo a su sucesor (al que nombraban hijo adoptivo) en virtud de sus méritos. Marco Aurelio rompió con esa tradición y sacrificó la felicidad de millones de personas por el entusiasmo que sentía hacia un muchacho indigno al escoger un sucesor de su familia, en lugar de buscarlo en la república. El error fue tal que incluso los monstruosos vicios del hijo han ensombrecido la pureza de las virtudes del padre.


Nacido junto con su hermano gemelo Tito Aurelio Fulvo, que murió a los cuatro años, el joven Cómodo fue asociado enseguida al trono por su padre. Sería césar a los cinco años, a los quince fue nombrado Imperator y a los dieciséis se le concedió el consulado, con lo que ya podía participar plenamente del poder imperial, para el que su padre llevaba años preparándolo. Desde su infancia había sido instruido por los mejores maestros y sabios, a los que Marco Aurelio hizo venir desde todos los rincones con la confianza de que, a través de una buena educación, forjaría la mente y el espíritu del hombre que un día habría de gobernar Roma. Pero no fue así: su naturaleza, y seguramente la influencia de las malas compañías, acabó imponiéndose a la formación. A diferencia de Marco Aurelio, distinguido por su sobriedad, Cómodo no sentía atracción alguna por la cultura y la filosofía que guiaron las Meditaciones de su padre. Sí en cambio por los excesos y por las diversiones del pueblo. Antes que a las clases, prefería entregarse a los placeres y a las aficiones.


En 180 la muerte sobrevino a Marco Aurelio en el frente del Danubio, adonde se había desplazado para dirigir personalmente la campaña contra el enemigo germano. El emperador quería acabar con las incursiones bárbaras y extender sus dominios hasta el Atlántico. Llevaba tres años de lucha cuando la peste acabó con su vida en Viena. El Imperio ya tenía sucesor: el coemperador Cómodo, al que el ejército y el pueblo recibieron con expectación. Contra todo pronóstico, pese a que había prometido al ejército continuar con la política expansionista de su padre, una de sus primeras decisiones fue poner fin a la guerra, lo que para muchos significó, literalmente, claudicar. Entre otras concesiones a los bárbaros, Cómodo renunció a las plazas fuertes que su padre había dispuesto en territorio enemigo, puso fin a la expansión fronteriza y estableció subsidios económicos para los pueblos que consintieron firmar la paz. Su único pensamiento era volver a Roma, entregarse a la vida alegre y disfrutar de los placeres que le deparaba su condición de gobernante: las comilonas, las concubinas y, sobre todo, los espectáculos circenses por los que sentía auténtica devoción. 


Quizá por los efectos derivados de la política de Marco Aurelio, sus primeros años de gobierno fueron tranquilos. Pero el carácter del joven emperador, más débil que malvado, se acabaría corrompiendo poco a poco. Algunos miembros de su séquito, que con engaños habían logrado arrimarse a Cómodo, minaron el carácter del joven emperador. Su mesa era frecuentada por parásitos que medían la felicidad por su estómago y por sus vicios más abyectos. Cómodo, entregado de inmediato a la vida disoluta de Roma y más interesado en dar rienda suelta a sus inclinaciones y al hedonismo que en gobernar, alejó a los consejeros de su padre y se entregó al desenfreno descuidando sus responsabilidades. Su comportamiento empezó a inquietar a los círculos pró­ximos al poder, pero sobre todo al Senado, con el que Marco Aurelio había conseguido mantener un preciado equilibrio. Este se vendría abajo con los excesos del reinado de su hijo.

 
Los estoicos nos recuerdan que como humanos somos por naturaleza tan influenciables como débiles, lo que hace que ante ciertas situaciones si nos rodeamos de la gente equivocada hasta la persona más fuerte y virtuosa caiga ante la tentación; o como ellos recordaban: “en los entornos inadecuados hasta un Sócrates se corrompería”. El entorno determina de forma significativa quiénes somos y en quién nos convertimos. Si quieres maximizar tu desarrollo como persona trata de exponerte a personas que admires, cuyos valores te inspiren y cuyas actitudes quieras adquirir para, de este modo, poder absorber algunas de sus virtudes o conocimientos. El emperador Marco Aurelio dejó escrito en sus famosas Meditaciones la siguiente cita:

 

“Cuando quieras alegrar tu corazón
piensa en las virtudes de tus compañeros.
Nada nos proporciona tanta alegría como 
los ejemplos de virtud cuando se manifiestan 
en el carácter de nuestros compañeros y 
tan agrupados como sea posible.
Por eso, es necesario que los
guardes constantemente a mano.”

 

 

Debemos tener especial cuidado a la hora de escoger a la gente que nos rodea. Muchas veces, nos cegamos por la repercusión y el prestigio que pueden tener ciertas personas, haciendo que sigamos sus pasos solo por ver que son líderes de masas. No te fíes, si tienes claros tus valores, sabrás reconocer a aquellas personas con las que de verdad merezca la pena relacionarse. Como dicen, “eres el promedio de las 5 personas que te rodean”. Haciendo caso a esta cita, asegúrate de elegir bien al menos a esas 5 personas, esto determinará en gran medida tu rumbo. Nuestro comportamiento depende en gran medida de la gente que nos rodea, por lo que rodearnos de personas cuyos hábitos queremos emular simplifica enormemente el proceso de cambio.


Hay puertas que es mejor no abrir, pues una vez entremos estaremos perdidos. Utiliza tu inteligencia, identifica aquellos entornos y personas que no te hacen bien y aléjate de ellos al ritmo que te sea posible. Esta acción es necesaria si quieres vivir en condiciones más saludables, acercarte al ideal de vida que te gustaría llevar y estar cada vez más cerca de ser quién quieres llegar a ser. Sea cual sea el camino que termines escogiendo, creo que un gran acierto es tratar de orientarlo desde lo que los estoicos denominaban virtud. De este modo nos aseguraremos de ser fieles en todo momento a unos valores que deberían regir nuestras vidas. Este término, engloba principalmente un modo de vida basado en la sabiduría, el coraje, la justicia y la disciplina. Por tanto, sea cual sea tu camino, si lo desarrollas desde el conocimiento interno y externo, si tratas de aplicar la suficiente disciplina como para ser fiel a tus valores, si luchas para que tus acciones sean siempre justas, independientemente de tu beneficio y actúas con el coraje suficiente como para seguir fiel a ese camino pese a las piedras que te encuentres, lo habrás conseguido.

 

Como nos recuerdan estos sabios: “Lo que está mal, está mal, aunque lo haga todo el mundo. Lo que está bien, está bien, aunque no lo haga nadie. Y tú, ¿cómo te comportas? ¿Actúas bien o te dejas llevar por el rebaño? Ambos modos de actuación tienen su precio. Uno de ellos te hará recordar siempre que no actuaste como debías, y te vestirá con vergüenza aunque sea solo ante tus ojos. El otro, a pesar del peaje a pagar, mantendrá tu conciencia limpia, satisfecha y en paz. Por nuestra débil naturaleza como humanos, a menudo estaremos en el filo entre hacer lo correcto o dejarnos llevar por lo fácil, por lo rápido, por lo que hace la mayoría. Sé una persona cuidadosa con lo que te permites hacer, pues cada acción y pensamiento repetido te está moldeando como persona. Piensa bien en quién te quieres convertir, en qué persona quieres llegar a ser.

 

Los cronistas e historiadores de la época se explayan en sus críticas a Cómodo. Y ya no solo por abandonar las riendas del Imperio en manos de favoritos indignos, sino sobre todo por su falta de decoro a la hora de satisfacer sus deseos y apetitos sensuales. Solo se mostraba preocupado por sus entrenamientos como luchador de circo y vivía dedicado a las diversiones más groseras. Cómodo pasaba el tiempo en un harén y cuando las artes de la seducción no eran eficaces, el amante recurría a la violencia. A diferencia de su padre, y pese a la formación recibida en su infancia y juventud, tampoco sentía el menor interés por las artes y el buen gusto. Por ello fue el primero de los emperadores romanos totalmente desprovisto de gusto por los placeres del entendimiento, ya que incluso otros emperadores como Nerón, a los que la historia juzga de locos y déspotas, mostraron sensibilidad por el arte, la música o la poesía. 


A diferencia de los emperadores que le precedieron, Cómodo era temido por sus crueldades y ridiculizado por sus excesos y extravagancias. Se identificaba con Hércules, y creyéndose un dios en la tierra, rebautizó a las legiones del Imperio e incluso a su capital, que de Roma pasó a denominarse Colonia Lucia Annia Commodiana. También cambió el calendario, en el que cada uno de los doce meses era una referencia explí­cita a su persona (Lucius, Aelius, Aurelius, Commodus, Augustus, Her­culeus, Romanus, Exsuperatorius, Amazonius, Invictus, Felix y Pius). Tales extravagancias despertaron la hostilidad de la orden senatorial, que además era víctima de las proscripciones. Pero no solo la del Senado. Sus locuras y su desidia en el poder consiguieron poner de acuerdo en su desprecio al ejército y al pueblo. De forma unánime, aunque cada uno con sus razones. Los generales y soldados le odiaban por haber claudicado en el Danubio y haberles vendido; los senadores, por su despotismo y su implacable caza de brujas; y la plebe, por la escasez de grano y su manera de obrar ante el pueblo. 

 

Estaba tan obsesionado con los combates de gladiadores y tan seguro de su superioridad física que, no contento con presentarse vestido de gladiador ante sus súbditos, Cómodo acabó creyéndose Hércules y se hizo venerar como tal. Sus extravagancias imperiales, que contaban con la desaprobación del Senado e incluso del pueblo (puesto que el de gladiador era considerado un oficio de esclavo), le acabaron pasando factura. Le costarían la vida. Su asesinato, que fue celebrado por todos, como demuestra la promulgación de la condena a su memoria (damnatio memoriae) abriría, sin embargo, un período de guerras civiles y pondría fin al esplendor del principado antonino con el que el Imperio había vivido, hasta el gobierno de Cómodo, una de sus épocas más gloriosas. Hacía más de un siglo que en Roma no se cometía un magnicidio.

 

 

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